Viene de lejos, cuando Constantino. La Iglesia arrancó del vientre del mundo su existencia y la colocó en paralelo al devenir humano. Iglesia de carne sin carne de mundo. Sin posibilidad de encuentro. Desentrañada. Desencarnada. Ajena al Cristo de tierra. El reino era reino, pero no de este mundo. Monarquía para siempre. Cubiertos los pies de obediencia ciega, pisando conciencias, ahogando rebeldías, asfixiando pensamientos y autonomías creativas.
La Iglesia, arrancada de la carne del mundo, sobrevolaba horizontes de utopía, de caminos roturados, de interrogantes madres de interrogantes. Ruta de tiaras reales, absorbentes de poder. Mitras capitaneando verdades absolutas, monopolizadas, detenidas, colgadas de extramuros del tiempo. Hombres y mujeres encontrándose en el amor, soportando angustias, con hechuras incompletas, con certezas inciertas, preocupaciones de estómago, conscientes de finitud, amando los ilimitados límites de la muerte.
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